Que las artes son un medio privilegiado de conexión con el mundo es algo que, a estas alturas, ya nadie pone en duda. Pero conviene tenerlo presente, especialmente cuando un artista conecta de la forma en la que lo hace Toni Costa, con un fragmento de mundo y de vida, y lo hace de una forma tan sensitiva, experiencial, apasionada y a la vez analítica como queda reflejado en sus trabajos.
Siempre he defendido que la escultura, y la cerámica no deja de ser profundamente escultórica, es un arte que, a pesar de que su proceso de creación y producción es evidentemente una elaboración táctil —también la pintura, el grabado o cualquier arte plástica lo es, –en cambio, en su proceso de recepción, percepción e interpretación, es una obra absolutamente visual. Es el componente visual, la mirada crítica e interpretativa que se produce en el receptor de la obra, la que finalmente la completa bajo códigos de percepción visuales, es decir, se recibe y se percibe como una imagen. Esto todavía se refuerza más por las escasas posibilidades que un receptor tiene habitualmente de poder tocar la obra, que en la mayoría de los casos le valdría una fuerte reprimenda del guardia de seguridad de la sala de exposiciones o incluso ser acusado de algún delito contra el patrimonio cultural.